“La Viejita de un solo diente vivía lejos, lejos, a orillas del río Paraná.
Su rancho era de barro, y el techo de paja tenía un flequillo largo que apenas si dejaba ver la puerta y las dos ventanas del tamaño de un cuaderno.
Vivía sola, pero su casa siempre estaba llena. Si no venían los perros, estaban las gallinas, estaba el loro y la cotorra, que era más entendida que el comisario.

Si no estaba la cotorra, estaba algún vecino viajero. Y no se podía pasar por la casa de la Viejita sin parar a tomar unos mates, porque ella siempre tenía algo para convidar al cansado. Algunas veces sucedió que en las tardecitas calientes se juntaban todos: perros, gatos, loros, chicharras, vecinos de pie o a caballo, vaquitas de San Antonio que se dormían en la higuera y malones de mosquitos que cantaban y querían comer.
Entonces la Viejita sacaba agua fresca del pozo para convidar y cebaba mate mientras canturreaba junto al brasero:
-Todo cabeee
en un jarrito
si se sabeee
a-co-mo-dar.
Por eso tenía tantas visitas.


Pero una tarde empezó a llover. Y dale lluvia, dale lluvia; no se podía ni mirar para arriba porque uno se ahogaba de tanta agua.
Hasta los patos se inquietaron y, medio mareados, se metieron en el rancho sacudiendo las colas y haciendo cuac y que-te-cuac.
Y se acurrucaron entre los perros que hacía rato habían tomado ya posición de lluvia debajo de la mesa.
Cuando llegaban esas tormentas, el río se ponía enorme y rebalsaba como un plato de sopa, desparramando camalotes, ramas y perros y vacas nadando.


Por eso nadie se sorprendió cuando entraron al rancho la vaca color café, el ternero manchado y un burro.
-Todo cabe en un jarrito si se sabe acomodar -dijo la Viejita y los empujó hacia un rincón.
Y así fueron llegando el pavo, el chancho, la chancha y los chanchitos, un tatú mulita, dos ovejas y todos los socios más chicos: pulgas, piojos y garrapatas.
-Todo cabe, todo cabe… -iba diciendo la Viejita mientras los acomodaba para que la vaca no pisara al gato ni el gato al cuis, ni el cuis a la iguana.
Además, iba poniendo al cuis lejos del gato para que a éste no se le ocurriera cazarlo. Y a las gallinas lejos de las orugas.
-Todo cabe, todo cabe… -canturreaba acomodando a los animales como en las estanterías de un negocio.
Estaba muy ocupada con el acomodo mientras el agua subía y nadie se quedaba quieto. Los patos y las gallinas se treparon sobre la vaca y en el burro. Los perros estaban sobre la mesa y el jarro de lata de tomar el mate cocido había empezado a flotar como una canoa porque el agua también había trepado a lambetear la mesa.
El río subía y subía y los animales estiraban los cogotes y se ponían en puntas de pie. Chapoteaban, pataleaban y hacían ruido.
Entonces, en medio del alboroto, la gallina se acercó al jarrito de lata que pasaba flotando y pácate, se metió adentro, haciendo saltar también a los pollitos.
– ¡Vamos, vamos, suban! –cacareó, para poder salir de allí y navegar hasta donde estaban las lanchas que venían a sacar gente del río durante la creciente.
– ¡Adentro! –gritó con su voz gruesa la vaquita de San Antonio.
Y todos empezaron a meterse en el jarrito. Los perros, el gato, el loro y la cotorra, la vaca, el burro. Y se acomodaban, se acomodaban. Por ahí había mordiscones, plumas perdidas, arañazos.
Pero finalmente todos se metieron en el jarrito de lata, casi sin respirar. Y tenían que quedarse muy muy quietos para no desacomodar el amasijo de pelos, patas y colas, porque si uno movía una pestaña, saltaban todos los demás.
En medio del batifondo de relinchos, gruñidos y mugidos, el jarro iba acercándose a la puerta para salir y meterse en la correntada. De pronto, la cotorra gritó abriendo apenas el pico por la falta de lugar: – ¿Dónde está la Viejita? ¡No veo a la Viejita!


Y era terrible, porque en el jarro ya no entraba ni el pelo de un gato. Y nadie sabía dónde estaba la Viejita.
-La perdimos –lloraban en susurros apretados.
-Con llorar no ganamos nada –dijo la vaca moviendo apenas el hocico.
Y todos empezaron a moverse de a poquito, de a poquito hasta que chas, como un corchazo, saltó una ristra de patos que se zambulleron para buscar a la Viejita de un solo diente. Y entonces se oyó un sonido que salía del fondo, pero bien del fondo del fondo.
Era una voz medio amordazada que decía:
-Todo cabe en un jarrito si se sabe acomodar.
Y ese fondo era el fondo del jarro de lata.
Todos se alegraron con alegrías grandes, pero con risas apretaditas. Los patos se metieron de nuevo y cada cual se enroscó, se aplastó, hizo lugar y el jarro de lata salió por la puerta del rancho. Y navegó, navegó con su carga, en busca de las lanchas que sacan a la gente del río cuando llega la creciente.”

Arte de Mariana Ruiz Johnson
El cuento fue publicado por primera vez en 1995, por Ediciones Colihue, Colección: Libros del Monigote.  Juan Manuel Lima (Ilustrador)
Se volvió a editar desde 2012 en SM, en la Colección El Barco de Vapor.

Laura Devetach