BAJO EL SOMBRERO DE JUAN
De Ema Wolf
Publicado por la Campaña Nacional de Lectura en 2006, Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología, con ilustraciones de Paula de la Cruz.
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Nadie en Sansemillas fabricaba los sombreros como Juan.
Los más empinados, los más vivos, los más galantes sombreros salían de sus manos. Sombreros de copa, de medio queso, redondos, triangulares, de fieltro, para días nublados, para noches de luna, amarillos, violetas y hasta sombreros grises para saludar que, sin ser ninguna rareza, también los fabricaba Juan.
Una vez entre otras, fabricó un sombrero de jardín de ala muy ancha con una cinta verde alrededor de la copa. Le llevó un día largo terminarlo. Era tan grande que no cabía dentro de su casa. Lo llevó al jardín y se lo probó. Le quedaba muy bien. Era de su medida.
–Me gusta –dijo–. Me quedo con él.
Un sombrero tan grande lo protegería del sol, del granizo, de las hojas que caen en otoño y otros accidentes.
De pronto Juan estiró la mano y la sacó fuera del sombrero.
–Llueve –comentó.
Pero ahora ese era un detalle sin importancia.
El perro de Juan, que había estado durmiendo entre los rosales, se acercó corriendo y le tironeó el pantalón con la mano.
–Me quedo debajo de tu sombrero hasta que pase la lluvia –anunció.
–Bueno… –dijo Juan–. Será cuestión de esperar un poco.
Casi enseguida se acercó una vecina que llevaba una gansa atada de un piolín.
–¡Qué tiempo loco! Menos mal que encontramos un techo para guarecernos –comentó la gansa.
Y allí se quedaron las dos.
Unos cazadores que la habían escuchado se acercaron con interés.
–La lluvia nos apaga el fuego del campamento.
Y un campamento sin fuego no es un campamento –argumentaron.
Así fue como se quedaron cazadores, vecina, gansa, fuego y perro, todos bajo el sombrero de Juan.
La lluvia seguía, tranquila…
Poco a poco se fueron arrimando los hombres y las mujeres del pueblo.
–¿Podemos quedarnos aquí? –preguntaban.
–Pueden –les decía Juan. Y entonces ellos, ya con confianza, amontonaban jaulas, chicos, terneros y muebles bajo el ala del gran sombrero.
La lluvia alcanzó por fin a los pueblos cercanos y pronto todo el país de Sansemillas golpeó a las puertas del sombrero buscando abrigo.
Llegaron los paisanos de a pie y de a caballo, los empleados de correo, toda la flora, toda la fauna, y también los fabricantes de paraguas.
Juan los recibía amablemente y se disculpaba porque no tenía muchas comodidades para ofrecerles.
No hubo problemas entre los parroquianos del sombrero.
Sólo un roce se produjo. Fue cuando un granjero reconoció en la capelina de una dama las plumas de una gallina de su propiedad. Devueltas las plumas a la legítima gallina, se hizo la paz.
El embajador de un país vecino, sorprendido por la lluvia, pidió asilo bajo el sombrero.
Detrás de él llegó el país mismo, y como era más bien tropical se vino cargado de bolsas de café, loros y caimanes que rasgaban las medias de las señoras.
Pronto algunos países de los alrededores imitaron al de los loros y los caimanes.
–¿Podemos quedarnos hasta que aclare? –preguntaban.
Y Juan hacía un lugarcito para que entraran sus plazas, monumentos y museos. Como sin querer empezó a llegar gente de lugares tan lejanos que Juan ni siquiera había oído hablar de ellos. Traían osos blancos y animales de cuello fino, que hicieron buenas migas con el perro primero de Juan.
Gente de piel roja trajo sus canoas pensando en el diluvio y hombres de piel amarilla trajeron regaderas calculando que a la lluvia siempre sucede la sequía.
Llegaron los capitanes con sus portaaviones, los batallones de soldados y los sabios, que siempre salen sin impermeable.
Algún loco trajo también la arena de las playas y los acantilados, como si fuera necesario proteger todo eso de la lluvia.
Un continente grande y otro formado por islas pequeñas se acercaron ronroneando. El último en correr bajo el sombrero trajo un lío de avenidas, vías férreas, paralelos y meridianos, todo confundido y hecho un ovillo.
Por fin no entró nada más bajo el sombrero de Juan. No porque faltara espacio o buena voluntad sino porque ya no quedaba nada ni nadie por llegar.
Juan se estiró mucho para sacar la mano fuera del sombrero.
–Ya no llueve –dijo tranquilo–. Es hora de que cada uno vuelva a su lugar.
Los más empinados, los más vivos, los más galantes sombreros salían de sus manos. Sombreros de copa, de medio queso, redondos, triangulares, de fieltro, para días nublados, para noches de luna, amarillos, violetas y hasta sombreros grises para saludar que, sin ser ninguna rareza, también los fabricaba Juan.
Una vez entre otras, fabricó un sombrero de jardín de ala muy ancha con una cinta verde alrededor de la copa. Le llevó un día largo terminarlo. Era tan grande que no cabía dentro de su casa. Lo llevó al jardín y se lo probó. Le quedaba muy bien. Era de su medida.
–Me gusta –dijo–. Me quedo con él.
Un sombrero tan grande lo protegería del sol, del granizo, de las hojas que caen en otoño y otros accidentes.
De pronto Juan estiró la mano y la sacó fuera del sombrero.
–Llueve –comentó.
Pero ahora ese era un detalle sin importancia.
El perro de Juan, que había estado durmiendo entre los rosales, se acercó corriendo y le tironeó el pantalón con la mano.
–Me quedo debajo de tu sombrero hasta que pase la lluvia –anunció.
–Bueno… –dijo Juan–. Será cuestión de esperar un poco.
Casi enseguida se acercó una vecina que llevaba una gansa atada de un piolín.
–¡Qué tiempo loco! Menos mal que encontramos un techo para guarecernos –comentó la gansa.
Y allí se quedaron las dos.
Unos cazadores que la habían escuchado se acercaron con interés.
–La lluvia nos apaga el fuego del campamento.
Y un campamento sin fuego no es un campamento –argumentaron.
Así fue como se quedaron cazadores, vecina, gansa, fuego y perro, todos bajo el sombrero de Juan.
La lluvia seguía, tranquila…
Poco a poco se fueron arrimando los hombres y las mujeres del pueblo.
–¿Podemos quedarnos aquí? –preguntaban.
–Pueden –les decía Juan. Y entonces ellos, ya con confianza, amontonaban jaulas, chicos, terneros y muebles bajo el ala del gran sombrero.
La lluvia alcanzó por fin a los pueblos cercanos y pronto todo el país de Sansemillas golpeó a las puertas del sombrero buscando abrigo.
Llegaron los paisanos de a pie y de a caballo, los empleados de correo, toda la flora, toda la fauna, y también los fabricantes de paraguas.
Juan los recibía amablemente y se disculpaba porque no tenía muchas comodidades para ofrecerles.
No hubo problemas entre los parroquianos del sombrero.
Sólo un roce se produjo. Fue cuando un granjero reconoció en la capelina de una dama las plumas de una gallina de su propiedad. Devueltas las plumas a la legítima gallina, se hizo la paz.
El embajador de un país vecino, sorprendido por la lluvia, pidió asilo bajo el sombrero.
Detrás de él llegó el país mismo, y como era más bien tropical se vino cargado de bolsas de café, loros y caimanes que rasgaban las medias de las señoras.
Pronto algunos países de los alrededores imitaron al de los loros y los caimanes.
–¿Podemos quedarnos hasta que aclare? –preguntaban.
Y Juan hacía un lugarcito para que entraran sus plazas, monumentos y museos. Como sin querer empezó a llegar gente de lugares tan lejanos que Juan ni siquiera había oído hablar de ellos. Traían osos blancos y animales de cuello fino, que hicieron buenas migas con el perro primero de Juan.
Gente de piel roja trajo sus canoas pensando en el diluvio y hombres de piel amarilla trajeron regaderas calculando que a la lluvia siempre sucede la sequía.
Llegaron los capitanes con sus portaaviones, los batallones de soldados y los sabios, que siempre salen sin impermeable.
Algún loco trajo también la arena de las playas y los acantilados, como si fuera necesario proteger todo eso de la lluvia.
Un continente grande y otro formado por islas pequeñas se acercaron ronroneando. El último en correr bajo el sombrero trajo un lío de avenidas, vías férreas, paralelos y meridianos, todo confundido y hecho un ovillo.
Por fin no entró nada más bajo el sombrero de Juan. No porque faltara espacio o buena voluntad sino porque ya no quedaba nada ni nadie por llegar.
Juan se estiró mucho para sacar la mano fuera del sombrero.
–Ya no llueve –dijo tranquilo–. Es hora de que cada uno vuelva a su lugar.
“Bajo el sombrero de Juan” fue publicado por primera vez en 1995 en el libro de cuentos “Barbanegra y los buñuelos”, con textos de Ema Wolf e ilustraciones de Sergio Kern, en la colección Libros del malabarista de Ediciones Colihue.
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